Es Semana Santa en Cartagena. Es primavera, y Cartagena huele a Semana Santa. Las antiguas calles de la ciudad se impregnan del olor de las miles de flores que visten los tronos. Se iluminan al paso de tronos y hachotes. Es Viernes Santo y vemos venir a San Juan, en su trono cuajado de flores, pleno de luz.

La luz está íntimamente unida a San Juan. La luz que se abre paso en la oscuridad de la Madrugada, entre los rojos claveles del trono, de esa bella obra de Juan Lorente en madera y plata en 1985. La luz teñida de sangre por el sufrimiento del Maestro que es seguido por su Discípulo Amado en la marraja Calle de la Amargura. La elegante luz de los hachotes de butano, pionera aportación sanjuanista a la autonomía de los hachotes en 1959. Los prismas de un hachote que es la luz de la Madrugada cartagenera por excelencia.

La luz blanca de la juventud de un joven apóstol que acompañó a Cristo al pie de la cruz. De un San Juan que es blanco en la noche como lo es el millar de docenas de claveles que visten de blanco el trono cartagenero de Aladino Ferrer en 1935. Como blanca es la luminosidad de los hachotes de butano en el Santo Entierro, acompañando en su movimiento cadencioso el elegante paso, majestuoso, seguro, natural del tercio de San Juan.
No hay Semana Santa en Cartagena sin tronos a hombros, sin miles de flores, sin miles de vatios de iluminación en cada uno de ellos. No hay Semana Santa sin luz y flor como no la puede haber sin orden, sin música, sin tambor, sin imágenes y bordados. No hay Semana Santa en Cartagena sin sus calles tradicionales iluminadas por las elegantes cartelas de los tronos, sin su Madrugada, sin los Marrajos. No hay Semana Santa sin San Juan.